Tan distinto es este país al que procedo que en el clima no podría ser de otra manera. Cuando ahí llega la estación de los románticos, de las hojas en forma de alfombra de la calle, cuando cambiáis el bañador por el chaquetón y las sandalias por las botas y los zapatos cerrados, aquí es época de decir adiós a las lluvias y al viento monzónico para darle la bienvenida al Astro Rey. Casi desde mi llegada la lluvia me acompañó día tras día, quitándote las ganas de hacer gran cosa, porque la sensación de sentirte calado a mi no me gusta mucho. Durante tres meses del año, este país se empapa de una lluvia tan necesaria como impertinente; una lluvia que llena los lagos de la ciudad para poder abastecer de agua a una parte de la población, ya que no todo el mundo puede disfrutar de un bien tan necesario e imprescindible. La sensación del giro de muñeca y apertura de un grifo para encontrar un chorro de vida es un bien que no está al alcance de muchos.
Las estaciones aquí básicamente son tres, aunque por lo que me han dicho, me atrevería a decir que son dos: verano y monzones. Hablan del invierno también, pero cuando me dicen las temperaturas de la estación de la nieve, me sale una pequeña sonrisa pensando en el cálido año que me espera. Aquí, en invierno, ¡¡la temperatura máxima baja hasta veinticuatro grados!! Me froto las manos solo de pensarlo. El haber vivido en la mágica isla de Fuerteventura, sentir en mis carnes el calor de Almería con un traje de recepcionista en pleno agosto, el sol castigador de Madrid en aquellos veranos que duraban cinco meses, disfrazado de botones, pues parece que uno se aficiona al calor: es tan fácil acostumbrarse al sol. Y aquí, éste es justiciero, pero bienvenido, más aun cuando eres asturiano y la lluvia marca los pasos de tu vida.
Atrás quedan las tardes mirando por la ventana viendo llover, con la boca abierta al ver tanta agua caer y desbordar el caos que impera en esta ciudad. Esa es una de las cosas que me han llamado la atención estos últimos días: ya no abro la boca. Al llegar todo me alucinaba, cualquier cosa que veía me impactaba tanto, que sin poder digerirlo se alejaba entre la multitud. Ahora, después del periodo de impacto brutal, disfruto los momentos cotidianos del desorden. Una simple imagen del sol reflejado en una de las casas que veo desde mi ventana, me hicieron ver donde estaba, en que lugar del mundo me encuentro. Y aunque os lo describa con mil palabras, una imagen vale más, y la tengo grabada en mi memoria. Son esas pequeñas cosas, esos momentos que tan sólo duran segundos, los que hacen que te sientas un afortunado de estar viviendo esta experiencia. Ya no me paran por la calle para hacerse fotos conmigo, supongo que habré perdido mi cara de “guiri flipado” con la que recorría este laberinto. En el barrio ya saludo a los tenderos y ellos ya me ven como el indio blanco que vive en el edificio de la esquina; y eso me encanta.
Disfrutar del otoño que el verano siempre regresa, y sino pensarlo de esta manera: nunca más volverá el otoño de 2011. CARPE DIEM